viernes, 12 de marzo de 2010

Gor y el duende.

Hace ya un par de semanas desde que el Ubar de Ar me permitió intentar aprender a escribir goreano y puso a mi disposición papel, tinta y plumas. Hoy me siento capaz de iniciar una especie de diario. Empezaré, como suele decirse, por el principio. Al menos, por el principio de ésta historia.

Yo viví en la Tierra. Nací allí y crecí allí pero sospecho que no la volveré a ver. En mi hogar, mi nombre era Ana y yo era libre. Todo lo libre que puede ser una estudiante sin ingresos propios y con horarios impuestos por el Colegio Mayor, claro. Nunca destaqué por ser muy dócil u obediente, más bien al contrario. No es que desease provocar o hacer enfadar a aquellos que me imponían normas, simplemente no compartía sus ideas, su visión y no me parecía que sus leyes estuvieran justificadas. Siempre fui considerada la oveja negra de mi familia, tanto fue así que dejé de acudir a las reuniones familiares para dejar de sentir que todos me observaban con reprobación.

Las otras kajiras me han dicho que lo más probable es que hiciese enfadar a alguien y que fuese esa persona la responsable de mi llegada a Gor. No lo se, es muy probable que muchos no me tuvieran en gran estima... aún así, veo la supuesta medida desproporcionada. El caso es que, tras una noche en la que había salido y bebido más de la cuenta, desperté en una cama que no era la mía. Intenté girarme y quedar de costado, pero algo me lo impidió. Entonces me percaté de que estaba atada con correas, en un lugar desconocido al que no sabía como había llegado. La respuesta estuvo clara en mi mente: "Mafia de tráfico de órganos". Empecé a gritar como una condenada y a patalear para intentar librarme de las ataduras. Mis alaridos atrajeron la atención de un hombrecillo vestido de verde. En medio de mi histeria, sólo pude relacionarle con algún duende de una mitología desconocida. Me miró, extrañado, y sin inmutarse, me puso una mordaza. Rebuscó entre los cajones de un mueble y sacó una especie de jeringuilla. Ahora estaba segura de que iba a anestesiarme para sacarme los órganos. Intenté decirle que fumaba, bebía y era probable que tuviese una insuficiencia cardíaca hereditaria. La mordaza ahogó mis argumentos. Sentí el pinchazo en la cadera, doloroso, pero no más que una vacuna de las triples. Curiosamente, no sentí ningún sopor invadiéndome. El hombrecillo dijo algo y un hombre enorme y musculoso, de los que yo creía que solo existían en los libros de ilustraciones de ciencia ficcion fantástica, entró en la habitación, me desató de la cama y me cargó sobre su hombro como si fuera un gatito. Ese hombre era Bort, ayudante del esclavista Nethet y yo pertenecía a su cadena.

Seguiré más tarde, mis obligaciones me reclaman. Además, en la Tierra aprendí que si un texto es demasiado largo, nadie se preocupará de leerlo. Saludos.

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