martes, 20 de abril de 2010

Time goes by...

Últimamente no he tenido tiempo ni de mirar mi reflejo en el agua. Mucho menos de escribir en el diario. Estoy ensayando un baile para mi Señor, es un baile que jamás he visto y me lo han tenido que explicar, así que no se qué tal lo haré.

Ahora que lo tengo prácticamente dominado, volveré a escribir. O al menos, eso espero.
Me había quedado contando mi llegada a la cadena de Hokur. Aquella noche, con Donna abrazada a mí, descansé como no lo había hecho desde mi llegada a éste extraño planeta. No tengo muy claro por qué, ella me daba seguridad, un anclaje al que aferrarme y no caer.

Por la mañana, me despertó con suavidad. Abrí los ojos, aún somnolienta, y observé el ajetreo de los hombres cargando carros. Uno de ellos nos trajo el desayuno y, ésta vez, pude comer por mí misma. Sentí una inmensa felicidad, simplemente por un detalle tan nimio como poder ser yo quién llevase la comida a mi boca. Poco rato después, un guardia abrió nuestra puerta y nos guió hasta uno de los carros. De nuevo viajaría encadenada por el tobillo junto a las demás esclavas. Resuelta como estaba a no dar más problemas y no ganarme una tunda, me dejé atar y me senté en el suelo, sin llamar la atención ni montar un numerito. Donna me miró, contenta. Estaba a mi lado y parecía feliz de haberme convencido para dejar de lado mi rebeldía.

El sol calentaba la lona que cubría las carretas y apoyé la mejilla en él. Estaba cálido y era agradable. El traqueteo resultaba incluso relajante. Conversé con Donna, admirándome de la fluidez con que hablaba ahora el goreano. Las demás también charlaban, salvo Vera, que se reclinaba hacia atrás, sin prestar atención al resto. De pronto, un chillido agudo y potente se dejó oir, desde arriba. Todas se abalanzaron sobre los lados de la carreta y trataron de levantar la lona para observar el exterior. Hice lo propio y apliqué el ojo a la abertura. Mi boca se abrió de asombro: sobre nosotros volaba una bandada de pájaros enormes. Traté de distinguir los detalles. Parecían rapaces, con plumajes de distintos colores. Los había oscuros, casi negros, otros rojizos, moteados, incluso alguno níveo y diáfano. Resultaba un espectáculo estremecedor. Ensombrecieron el cielo durante unos ehns y se alejaron.

- ¿Qué era eso?.- Pregunté a Donna. Antes de que pudiera responderme, Vera se hizo oir.

- Eso es la cacería del Ubar de Ar.- La miré, confundida.- Son monturas.- Me explicó.

Me pareció terrible la mera idea de volar a tal altura y sobre un animal. Tenía que ser, por fuerza, peligroso. Como los tarns- que así se llamaban los animales- ya no eran más que un cúmulo de manchitas en el horizonte, bajamos la lona y continuamos el viaje. Yo me sumí en mis pensamientos. Gor era, sin duda, un mundo extraño.

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